¿Por qué no se hunden?
Dos hipótesis sobre el futuro de la extrema derecha.

Una de las cosas más frustrantes del auge de la extrema derecha son los pronósticos sobre la caída de la extrema derecha. En los 2010, cuando estaba en boga denunciar “los populismos”, era habitual recurrir a metáforas sanitario-fluviales –esta gente es como un virus, un tsunami, una riada– para indicar que los partidos antisistema constituían un fenómeno pasajero. Nada más lejos de la realidad. Con la pandemia se proclamó que la extrema derecha colapsaría por sostener un relato anti-ciencia y anti-datos, lo que resultó ser un relato anti-ciencia y anti-datos. Finalmente vino Joe Biden, que pasó una parte sustancial de su presidencia definiendo el trumpismo como una “fiebre” a punto de remitir. En parte por eso, tras las midterms de 2022 se extendió la idea de que Donald Trump estaba acabado.
¡Lo que pasó después te sorprenderá!
Este tipo de predicciones siempre me han resultado irritantes. Pero confieso que, desde febrero, especulo con la posibilidad de que acierten. ¿Es posible que la vuelta de Trump al poder termine perjudicando a sus imitadores? En este texto intentaré separar la señal del ruido, o sencillamente mis deseos de la realidad.
Mi punto de partida es bastante simple. Pienso que la pose antisistema de la extrema derecha –una actitud compartida por partidos que en muchos otros asuntos acumulan diferencias importantes– es difícil de mantener cuando te apoyan el presidente de Estados Unidos y el hombre más rico del planeta. Añádase que Trump ha llegado a la Casa Blanca con una agenda nítidamente anti-europea. De la noche a la mañana, sus imitadores en la UE han pasado de ser enemigos declarados del establishment a los criados de dos potencias hostiles a Europa. Creo que la entente Trump-Putin, y sobre todo la humillación de Zelenski durante su visita a Washington, resultó alarmante para un público muy amplio, no solo las personas que seguimos estos asuntos de manera habitual. En resumen, lo que hace medio año parecía un logro extraordinario para la extrema derecha podría convertirse en un lastre.
Quien mejor ha condensado este argumento ha sido el politólogo Ben Ansell. Su tesis de peak populism –la noción de que la extrema derecha ha tocado techo electoral– ha tenido una repercusión mediática notable. ¿Qué tal aguanta? Según el autor, relativamente bien.
Canadá es el ejemplo más claro. Los liberales esquivaron lo que parecía una derrota inevitable gracias a los intentos recurrentes de Trump de comprar o anexionar su país. Eso hizo despegar –y de qué manera– al partido. Su nuevo líder, Mark Carney, es un tecnócrata correoso que presidió los bancos centrales de Canadá y Reino Unido durante la Gran Recesión. Y que, sobre todo, no mostró ningún reparo enfrentándose a Trump durante la campaña.
A Canadá podemos sumar:
Los países nórdicos. Más amenazas de compra/anexión, en este caso de Groenlandia, han reforzado en las encuestas a los socialdemócratas daneses, que gobiernan desde 2019. Sus homólogos en Noruega, Finlandia, y Suecia, todos ellos en la oposición, también lideran las encuestas. En Islandia, la Alianza Socialdemócrata ganó las elecciones parlamentarias de finales de noviembre (21% del voto).
La propia Groenlandia, que celebró elecciones el 11 de marzo. El candidato trumpista quedó por debajo del 25% y fue aislado por el resto de partidos.
Austria y Australia. En el primer caso, la extrema derecha obtuvo un gran resultado en septiembre (29%). Pero las negociaciones con el centro-derecha colapsaron en febrero y el país ha terminado con una coalición de estos últimos con socialdemócratas y liberales. En Australia, los laboristas acaban de obtener una victoria más holgada de lo que prometían las encuestas, gracias en parte a los aranceles.
Wisconsin, un swing state que Trump ganó en noviembre pero donde la candidata progresista en unas elecciones judiciales ha arrollado pese, o tal vez gracias a, la presencia constante de Elon Musk, que dedicó la recta final de la campaña a repartir dinero y vergüenza ajena a espuertas.
¿La Iglesia Católica? El pontificado de León XIV parece arrancar con el propósito de a) conservar el legado de Francisco; b) restablecer lazos con donantes estadounidenses que no le veían con buenos ojos, pero sí a un Papa de Chicago; c) soltar una bofetada cósmica a J.D. Vance y sus elucubraciones sobre San Agustín.
Hasta aquí las buenas nuevas. La cuestión es que en paralelo se acumulan las malas noticias. Empecemos por la excepción más estridente: Reino Unido. La tesis de Ansell apuntaba a un debilitamiento de Reform, el partido heredero de UKIP, también dirigido por Nigel Farage. En las elecciones locales más recientes, sin embargo, Reform se consolida como la principal oposición al centro-izquierda, que obtuvo un resultado pésimo.
A Reino Unido podemos sumar:
Italia, Francia y Alemania. Como señala Nacho Molina, la extrema derecha encabeza los sondeos en los cuatro mayores países europeos. No quiero detenerme en los motivos específicos de cada ascenso, sobre todo cuando falta mucho para que se celebren elecciones, pero eso no resta gravedad a la dinámica.
Los tres países que celebraron elecciones este domingo, empezando por Portugal. Chega (extrema derecha) obtiene un 22,5% y casi sobrepasa al Partido Socialista. Esto sucede mientras el centro-derecha arrasa con casi un tercio del voto y se estrellan los partidos de izquierda que hasta 2022 fueron claves para sostener al PS (de finales de ese año a principios de 2024, en lo que hoy parece otra era, los socialistas gobernaron con una mayoría absoluta). Todo esto en un país que hasta hace poco representaba una excepción al auge generalizado de la extrema derecha.
Rumanía arroja algo de esperanza. La extrema derecha pierde la segunda ronda de las presidenciales con un 46%, apenas cinco punto más que en la primera. Un alivio que al mismo tiempo es preocupante. Casi alcanzan la jefatura del Estado incluso tras cambiar de partido y candidato electoral: de Călin Georgescu a George Simion. (Una elección presidencial anterior, celebrada en diciembre, quedó anulada tras revelarse una campaña de desinformación que benefició a Georgescu, cuya candidatura quedó inhabilitada.)
Polonia sigue siendo Polonia. Con algo más del 30% del voto, el candidato de centro liberal obtiene un primer puesto reñido frente a la derecha dura (PiS). Queda por ver si el apoyo de candidatos de derecha aún más extrema, que juntos representan más de una quinta parte del voto, abre la puerta a que el PiS (sí, se llaman así) mantenga la presidencia del país, hasta ahora ocupada por Andrzej Duda.
Estas tres elecciones dejan una Europa aún más derechizada. Y mandan la hipótesis del peak populism al desguace. Al menos de momento. Tampoco es que la extrema derecha esté en pleno apogeo cuando miramos al conjunto de la UE. En una investigación reciente, Javier Carbonell y Tabea Schaumann muestran que hasta ahora el impacto de Trump sobre la extrema derecha europea no es determinante en una dirección ni en otra.

Esto sería consecuente con el no-impacto de otras catástrofes recientes. De la pandemia íbamos a salir mejores, pero salimos muy parecidos, si acaso algo más desquiciados. Vendrán más años malos y nos harán más ciegos; vendrán más años ciegos y nos harán más malos.
Dicho esto, el catastrofismo es un lujo que no nos podemos permitir. Y creo que podemos reconciliar las dos hipótesis –Trump como lastre para la extrema derecha vs. todo sigue igual– si tenemos en cuenta un par de cosas.
La primera es lo que en la jerga académica se llama la primacía de la política interna. Salvo casos contados, los asuntos internacionales apenas son decisivos en elecciones. No descartemos que yo, por deformación profesional, haya sobreestimado los patinazos de Trump como un problema para sus compañeros de viaje europeos.
La clave para que el factor Trump pese hasta terminar hundiendo a sus imitadores es la capacidad de amarrarlo a lo que sucede en cada país o campaña electoral. En Canadá, Trump se entrometió como elefante en cacharrería. Insistió en referirse al país como el estado número 51 y a sus primeros ministros como “gobernadores”. Pierre Poilievre, el candidato conservador, pasó de parecer un canallita 'políticamente incorrecto' al chico de los recados de Trump. En Groenlandia y Dinamarca, el vínculo entre política exterior e interna es igual de evidente.
A estas alturas de la partida sabemos que no hay balas de plata contra la extrema derecha. No existe una medida redistributiva especial ni ningún discurso elocuente que frene su ascenso en seco. Pero sí podemos identificar estrategias contraproducentes para combatirla. Las más comunes son comprar su forma de ver el mundo (por ejemplo, copiando sus políticas migratorias) y promover recortes que aumentan la precariedad y la desigualdad. Hoy cualquier gobierno preocupado con el futuro de la democracia tiene ante sí un mandato hipocrático: en primer lugar, no hacer (más) daño.
Volvamos al caso británico. Lejos de confrontar con Trump, Keir Starmer le visitó y obsequió con una invitación a Londres firmada por Carlos III. (“That’s quite a signature, isn’t it? How beautiful. A beautiful man, a wonderful man! I’ve gotten to know him very well, actually.”) Los dos países acaban de firmar el primer deal comercial de la segunda era Trump. De vuelta en casa, la hoja de ruta de Starmer consiste en una mezcla tóxica de austeridad y xenofobia. Parece empeñado en gobernar como un político de derecha dura en el punto álgido de la crisis del euro, o demostrarnos que la falta de principios éticos no está reñida con la ineptitud política y electoral.
El resultado de esta estrategia es fácil de prever para cualquiera que no lleve diez años viviendo debajo de una piedra. Los votantes de Starmer la detestan, y los de la extrema derecha siguen detestando a Starmer. Waleed Shahid recordaba hace poco que los genios de Labour también asesoraron a Kamala Harris durante su campaña presidencial, de feliz recuerdo. Aprendamos de ellos para hacer exactamente lo contrario.

En segundo lugar, siempre hay que tener presente que la extrema derecha puede debilitarse, pero no desaparecerá. Es un poco absurdo señalar esto en 2025. Algunas de sus formaciones estrella, como el Frente/Reagrupamiento Nacional, llevan más de medio siglo con nosotros. Si lo menciono es para insistir en que su ascenso se mide también por el impacto sobre las posiciones y discursos de otras fuerzas políticas.
Aquí el centro-derecha es clave. Hasta ahora, la extrema derecha avanza tanto en países donde les abre la puerta del gobierno (Austria es el infractor más antiguo) como en aquellos donde se le aplica un cordón sanitario (por ejemplo, Francia y Alemania). Parte del problema es que incluso en el segundo caso abundan políticos conservadores que compran la retórica reaccionaria.
Hoy el centro-derecha europeo identifica a Trump como una amenaza existencial para la UE y al trumpismo como algo más que un fenómeno pasajero. Eso en sí mismo es un avance. La cuestión es hasta qué punto se traduce en medidas tangibles.
Durante los últimos meses hemos presenciado algún que otro destello de lucidez. El ejemplo más claro: Friedrich Merz, nada más ganar las elecciones federales, afirma que su “prioridad absoluta” es lograr la independencia frente a EEUU. Son palabras mayores viniendo de un conservador alemán, atlantista convencido y ex ejecutivo de BlackRock. Palabras mayores que no se han visto reflejadas en el programa de defensa del nuevo acuerdo de gobierno, todavía subordinado a la OTAN; ni desde luego en la política fronteriza alemana, que no es más que un guiño vergonzoso a la extrema derecha.
En la izquierda española es habitual presentar este tipo de bandazos –entre confrontar y contemporizar con la extrema derecha– como una lacra exclusiva del Partido Popular, cuyo origen se remontaría a los vicios de nuestra transición democrática. Es un trampantojo socorrido, pero llegados a este punto sería mejor prescindir de él. Los dilemas y equívocos del PP son comunes a la mayor parte del centro-derecha europeo. Mientras no se resuelvan en una dirección de ruptura clara con la extrema derecha, la puerta a un retroceso democrático permanecerá entreabierta.
Así que en 2025 no vamos a presenciar el fin de la extrema derecha. Ni siquiera el principio del fin. ¿Tal vez el fin del principio, como vaticinó en su día otro político de derechas con una trayectoria desastrosa y breves instantes de lucidez? El tiempo dirá.
Nos quedan años navegando entre la esperanza sin fundamento y un fatalismo igual de peligroso. Llevar a cabo este ejercicio de funambulismo sin desesperarse es una de las tareas políticas fundamentales de nuestra época.