Cuatro seguridades

El discurso de las cuatro libertades es uno de los más célebres en la historia presidencial de Estados Unidos. Lo pronuncia Franklin Roosevelt el 6 de enero de 1941, cuando acude al Congreso a defender los valores que las potencias del Eje se proponen aplastar. Esos valores son la libertad de expresión y conciencia, la libertad religiosa, la libertad contra la escasez –garantizada con programas de bienestar universales– y la libertad contra el miedo que causa el avance fascista.
Aislarse ante semejante amenaza no es una opción. Por eso Roosevelt defiende seguir armando a sus socios europeos (aún falta un año para el ataque japonés a Pearl Harbor, que precipitará la entrada de EEUU en la guerra) y rechaza “una paz dictada por los agresores”. Pero también es capaz de proponer un futuro –tras la rendición unilateral del nazismo– donde la reducción global de armas convierta la guerra en un recuerdo lejano.
Merece la pena releer el discurso entero. No para hacer analogías perezosas con la Segunda Guerra Mundial, sino para apreciar la claridad con que un presidente expone su posición ante el pueblo y Congreso americanos, tradicionalmente opuestos a intervenir en guerras extranjeras. Apelando a esas cuatro libertades, Roosevelt demuestra que a una emergencia sin precedentes se responde con firmeza y audacia. Firmeza al hacerse cargo de un problema que ya no se puede obviar; audacia para combatirlo ampliando en vez de recortando derechos.
Claridad, firmeza, audacia. Son valores que hoy la Unión Europea –también amenazada, desde dentro y desde fuera, por la extrema derecha– no está logrando expresar. La Comisión promueve un día el rearme nacional y al siguiente kits de emergencia extravagantes, sin destacar por su oratoria ni su capacidad de rendir cuentas. El Gobierno y el Congreso de los Diputados tampoco se han encumbrado.
Llegados a este punto es urgente reconducir la conversación sobre defensa europea. Y para eso sería útil partir, como Roosevelt, de cuatro seguridades que necesitamos para vivir en paz y sin temor a ningún tirano.

La primera seguridad es la defensa en su acepción más ortodoxa. La invasión de Ucrania no la propició la UE ni la expansión de la OTAN, sino Moscú. Aunque Vladímir Putin infraestimó la capacidad de resistencia ucraniana –y hasta cierto punto europea–, la UE no puede permitirse otro fracaso en el terreno de la disuasión militar. Es importante señalar lo que está en juego. Una agresión rusa a la Unión, impensable hace medio año, es hoy un escenario distante pero que no se puede descartar.
Para evitarlo es necesario invertir en defensa. Lo que no está claro es cómo ni cuánto. La OTAN pretende exigir un gasto del 3,5% del PIB; Donald Trump ha llegado a reclamar un 5%. Pero ni siquiera ese derroche supondría una garantía de seguridad si EEUU reniega de sus compromisos militares en Europa. Un ejemplo sencillo: sin el apoyo del resto de la UE, los Estados bálticos –colindantes con Rusia, con una población total de seis millones– jamás contarán con capacidad disuasoria propia. Además, disparar el gasto en armas sin criterio puede agravar relaciones de dependencia peligrosas: principalmente con EEUU, pero también con Israel.
La única solución pasa por desarrollar una fuerza militar disuasoria europea, capaz de desplegarse en el este de la Unión y constituir el germen de un ejército común. A corto plazo es una propuesta con importantes dificultades técnicas, pero sobre todo políticas. A medio y largo plazo, no obstante, es la única fórmula para fortalecer la defensa e integración europeas. También es la más eficiente. Adam Tooze estima que una inversión del 2,5% del PIB europeo, sostenida durante una década, serviría para consolidar una fuerza disuasoria creíble y una industria de defensa paneuropeas.
Esto nos lleva a la segunda seguridad, que es la económica. Hablamos no solo de consolidar nuestra industria de defensa, sino de potenciar el papel internacional del euro ante un dólar que renuncia a su posición hegemónica; de construir soberanía tecnológica y plataformas de pago online propias; de fomentar entornos digitales que no estén intervenidos por la ultraderecha; de proteger nuestra infraestructura crítica; de contar con cadenas de producción y suministro a prueba de sabotajes comerciales y emergencias sanitarias; de establecer nuestra propia capacidad de tracción –comercial, financiera– mientras EEUU se lanza a un abismo arancelario. La amenaza está no solo en el Kremlin, sino en Washington y Silicon Valley.
La consternación con el modelo de crecimiento europeo viene de largo. Los informes de Enrico Letta y Mario Draghi ya han identificado los problemas que arrastran el Mercado Único y la competitividad en la UE. Pero la crisis actual nos emplaza a quemar etapas. Los instrumentos macroeconómicos de que disponemos –especialmente el BCE y las reglas fiscales europeas– deben ser herramientas en vez de obstáculos para protegernos. Es imprescindible establecer una capacidad fiscal permanente para la UE mediante eurobonos e instrumentos recaudatorios propios, como la presión fiscal a oligarcas rusos, plutócratas americanos y grandes fortunas europeas.
La tercera seguridad es climática. Nuestra dependencia de combustibles fósiles –sean rusos, estadounidenses, azeríes o del Golfo– es una fuente de inseguridad tan crítica como las dos anteriores. A nadie se le escapa que, si su impacto no se mitiga de manera drástica, el cambio climático amenaza el futuro de la vida en nuestro planeta. El reto es especialmente grave para Europa, el continente que se calienta a un ritmo más veloz.
Los objetivos en este ámbito son tres. Es urgente reducir y diversificar las importaciones europeas de combustibles fósiles. Es necesario profundizar la apuesta por las políticas verdes y energías renovables, el único camino para dotar a la UE de una autonomía energética plena. Y es imperativo evitar que la descarbonización de nuestras economías desgarre el modelo de bienestar europeo: lo que se suele denominar una transición justa.
En eso consiste la cuarta seguridad, que es la social. No es accidental que esté en último lugar. En demasiados debates sobre defensa europea, el bienestar se presenta como un elemento a sacrificar en aras de la seguridad. Es el falso dilema de cañones versus mantequilla, abanderado tanto por defensores de los recortes como –de manera más difícil de explicar– por parte de la izquierda.
Digámoslo con claridad: si no promovemos la seguridad en este ámbito, no tiene ningún sentido perseguirla en los tres anteriores. En el de la defensa, porque volver a la Europa de los recortes potenciaría a las franquicias locales de Trump y Putin, añadiendo al problema de disuasión externo otro igual de grave en el interior de la UE. En el económico, porque la falta de inversión, también en bienestar, está en el origen del estancamiento –en innovación, en consumo, incluso demográfico– de la Unión. En el ámbito climático, porque una transición verde que no mejore el día a día de la inmensa mayoría de la sociedad jamás contará con el apoyo necesario para realizarse. El recuerdo de los chalecos amarillos sirve como advertencia.
El camino a seguir es conocido. Las certezas se construyen con redistribución económica y justicia social. Eso significa reforzar la sanidad y educación públicas, entender la vivienda como un derecho, abordar las migraciones con responsabilidad en vez de xenofobia. En resumen, tomarse en serio la Europa Social y el concepto de seguridad humana.
Ya existen iniciativas europeas en la mayor parte de ámbitos que he mencionado. La clave es explicar y legitimar el propósito que las une. Para, a continuación, redoblar los esfuerzos realizados hasta la fecha.
No tenemos que reinventar la rueda. Hace cinco años, la cooperación europea y la emisión de deuda conjunta apuntalaron un programa de vacunas y una recuperación económica exitosas. Fue un logro sin precedentes. También un proceso de aprendizaje: descubrimos que ante las crisis no sirven los parches. En momentos así, las soluciones ambiciosas pasan a ser las únicas realistas. Hoy esas lecciones nos interpelan. Sólo superaremos esta nueva emergencia con una visión clara, firme y audaz.